El peplum o cine de romanos conoció su época de mayor apogeo en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo, cuando todas esas historias ambientadas en la Roma clásica destacaron sobre todo por el gran atractivo visual que derramaban sobre la pantalla, con esos grandes decorados y todas esas secuencias con miles de extras. El rigor histórico es otra cosa y la mayoría de aquellos filmes estaban atravesados por un filtro literario, en principio por las dificultades objetivas para documentar el periodo recreado, pero sobre todo por una voluntad de entretenimiento y espectáculo que primaba sobre cualquier tipo de pulsión didáctica y que aprovechaba el surgimiento de nuevos formatos panorámicos como el cinemascope o el cinerama. De esos años dorados del género son títulos como Quo Vadis (1951), Julio César (1953), Ben-Hur (1959), Espartaco (1960) o Cleopatra (1963).
Tuvieron que pasar cuarenta años para que un renombrado director como Ridley Scott echará la vista atrás y recuperará todos aquellos paradigmas de las películas de romanos para traerlos de vuelta a las nuevas generaciones. Lo hizo con una película de aventuras apabullante en lo visual y medianamente compleja en cuanto a las intrigas de palacio, la perversidad de los malos y la nobleza de los buenos. Gladiator (2000) fue un rotundo éxito de público que arrasó además con todos los premios posibles de aquel año, que convirtió en estrellas a Russell Crowe y a Joaquin Phoenix, y cuyo impacto social fue tan contundente como para que ahora llegue esta exageradamente promocionada secuela que pretende volver a reventar las taquillas de medio planeta.
Gladiator II no se sale del previsible y esperado guión que adorna a este tipo de producciones, su vocación de entretener a base de espectaculares secuencias de lucha prima sobre cualquier otro tipo de consideración argumental. Pero tanto derroche infográfico también puede llegar a empachar cuando lo que se nos cuenta es más simple que un tebeo, cuando los giros de la trama son tan recurrentes y disparatados como para provocar cierto sonrojo en el espectador. Hay secuencias como la del coliseo lleno de agua que chirrían por desubicadas y absurdas, hay personajes como esos dos tarados emperadores y hermanos que simplemente son tan grotescos como la peor caricatura.
La mejor forma de disfrutar de esta nueva película de romanos sería asistir a la sala acompañado de tu persona favorita y emular con torpes caricias aquella canción de Joaquin Sabina: ‘Y en la última fila del cine, con calcetines aprendimos tú y yo juegos de manos, a la sombra de un cine de verano, juegos de manos, siempre daban una de romanos’.