La electricidad está en cada rincón de nuestro mundo, alimentando todo tipo de aparatos, dispositivos y sistemas para facilitar nuestras vidas y hacer posible lo que hasta hace no tantos años eran simples sueños de iluminados.
Nadie se sorprende hoy de que, pulsando un simple mando en una pared, una estancia se ilumine instantáneamente. O de que un botón ponga en marcha un horno o una lavadora. O, incluso, un coche.
Sin embargo, la familiaridad trae consigo cierto desconocimiento. Salvo para los diferentes profesionales del ramo, la electricidad es un fluido con propiedades prácticamente milagrosas y por lo general invisible. Tan solo una tormenta con fuerte aparato eléctrico nos permite apreciar el poder que la electricidad puede desarrollar a través de los espectaculares rayos.
También nos hace ser conscientes de los peligros: sin las protecciones adecuadas, un fallo en un sistema alimentado por electricidad puede provocar descargas accidentales que resulten en daños a los equipos y a las personas, en ocasiones con resultados fatales.
Producimos electricidad en instalaciones especializadas que llamamos 'centrales'. En ellas, una fuente de energía —carbón, petróleo, gas natural, uranio, el viento o la misma luz del sol— se transforma para producir fluido eléctrico en condiciones óptimas para ser transportado.
La producción de electricidad es fundamental para el funcionamiento de una sociedad moderna; el método por el que se genera lleva ya muchas décadas siendo objeto de acaloradas discusiones. ¿Preferimos quemar carbón, petróleo o gas y soportar las consecuencias climáticas del dióxido de carbono vertido a la atmósfera? ¿Usamos uranio, y nos embarcamos en una deuda a largo plazo para la gestión de sus residuos radiactivos? ¿Confiamos en el sol y el viento, a expensas de la disponibilidad intermitente de estas fuentes?
Ese es el gran debate de nuestros días. Pero hoy prestaremos más atención a lo que ocurre después. ¿Qué son esas 'condiciones óptimas' para el transporte? No toda la electricidad se crea en las mismas condiciones, ni se puede usar de la misma manera. Cada proceso de generación tiene particularidades que hacen que la electricidad resultante tenga determinadas propiedades físicas. Por añadidura, cada aparato consumidor, en virtud de su tecnología subyacente, requiere que su alimentación eléctrica tenga otras propiedades diferentes. Para complicarlo todo un poco más, el transporte eléctrico tiene necesidades propias que no pueden soslayarse si no deseamos perder una parte significativa de la energía por el camino. ¿Qué hacer?
La gran virtud de la electricidad es que todos estos inconvenientes son relativamente fáciles de superar con una inversión tecnológica razonable y pérdidas pequeñas. ¿Pero por qué hay pérdidas? En el mundo real no existen los procesos perfectos. Imaginemos que llenamos una jarra de vidrio del grifo. Marcamos el nivel que alcanza el agua con un rotulador y vertemos toda el agua en cuatro vasos. Acto seguido, volvemos a verter los vasos en la misma jarra. Algo sorprendentemente, no tendremos la misma cantidad exacta de agua, sino un poco menos. Cuánta menos dependerá de con qué cuidado hayamos vertido en cada ocasión, o de si ha pasado mucho tiempo entre paso y paso, o incluso un poco de la temperatura ambiente.
Estos procesos de conversión nos resultan muy familiares en el caso de la electricidad. Todos los ordenadores, teléfonos móviles y similares funcionan con una tecnología interna que requiere una alimentación eléctrica muy particular: en corriente continua y bajo voltaje.
Estas condiciones, que vienen impuestas por determinadas características físicas del material del que están hechos los famosos chips, son terribles para distribuir la energía eléctrica en nuestras viviendas y oficinas. De modo que tenemos que convertir la energía disponible en las tomas de corriente. Para ello usamos esas cajas de plástico —¡por fuera!— que se enchufan a la pared por un lado y al dispositivo que queremos alimentar por otro. Se trata de los transformadores o, en el habla cotidiana, 'cargadores'. Aunque en realidad la función de cargar las baterías de los dispositivos electrónicos sea secundaria, como podríamos comprobar si retiráramos la batería de un ordenador portátil. En tanto continúe enchufado, no dejará de funcionar.
Los trenes eléctricos no son una excepción. La electricidad que proviene de una línea de transporte de alta tensión, con sus torres de metal en celosía, tiene que ser adaptada —transformada— en una forma apta para el consumo de las locomotoras.
Dato curioso: por motivos históricos no todas las locomotoras funcionan con el mismo tipo de electricidad. Aunque las máquinas de una misma red ferroviaria, generalmente, sí se alimentan en las mismas condiciones. Los problemas surgen cuando dos redes previamente separadas deben conectarse. Es entonces cuando sale a la palestra una de las misiones de los ingenieros: aplicar combinaciones más o menos juiciosas de ingenio y dinero para aprovechar en lo posible aquello que ya tenemos.
Como prácticamente todo en el mundo del ferrocarril, los transformadores necesarios para alimentar los trenes no son precisamente esas carcasas de plástico con una clavija a un lado y un cable casi siempre demasiado corto o demasiado largo terminado en un conector estándar —con suerte— en el otro. Aquí disponemos de instalaciones de transformación de gran tamaño denominadas subestaciones de tracción, o simplemente subestaciones. Éstas ocupan una zona de acceso restringido que contiene diferentes equipos de transformación y protección, generalmente dispuestos en un parque a la intemperie y un edificio que contiene sistemas más especializados, así como los sistemas de medida y control.
Los transformadores ferroviarios: los 'trafos'
Los transformadores, cariñosamente llamados 'trafos' en el mundo de la ingeniería eléctrica, son omnipresentes en el ferrocarril. Más o menos voluminosos en función de la potencia que se demande de ellos, adaptan la corriente eléctrica no solo a las necesidades de la tracción; es decir, de los trenes.
También sirven para alimentar sistemas secundarios de todo tipo en baja tensión, como en las redes domésticas a las que estamos más habituados. Equipos de control, monitorización, seguridad perimetral, climatización e iluminación tanto para la propia subestación como para estaciones de viajeros cercanas u otras instalaciones técnicas siempre que no se considere oportuno que tengan su propia acometida de la red de distribución eléctrica general.
La renovación tecnológica del ferrocarril está extendiendo a lo largo de sus vías todo tipo de dispositivos con el objeto de mejorar la calidad del servicio, la disponibilidad y la seguridad. Los trazados del ferrocarril, sin embargo, no siempre se encuentran cerca de una zona urbana con fácil acceso a una acometida eléctrica con las condiciones adecuadas. Por ello, muchos desarrollos buscan independizarse del enchufe mediante placas solares y baterías. Pero a veces no es posible: el consumo de los equipos es demasiado elevado como para confiarlo a soluciones de escasa capacidad como una pequeña placa solar, o se requiere una fiabilidad mayor. ¿Qué hacer en estos casos?
El proyecto Cormorán de Telice
El departamento de Innovación de Telice, empresa leonesa de servicios al ferrocarril comprometida con la I+D+i, exploró la solución más evidente. ¿En mitad del campo, sin acceso a una acometida eléctrica convencional, por qué no extraer la electricidad del propio sistema de alimentación principal del ferrocarril, la catenaria?
Sin embargo, lo evidente no tiene por qué ser lo más sencillo. Máxime cuando además se imponen otros condicionantes en forma de características adicionales que puedan ofrecer valor añadido a los gestores de infraestructuras ferroviarias. Con su proyecto Cormorán, Telice pretende extraer energía de la catenaria para su uso en consumos de baja tensión cercanos a líneas de ferrocarril convencional, monitorizando además la calidad de la alimentación eléctrica o posibles incidencias como intentos de robo de cable, desgraciadamente tan frecuentes. Además, pretende hacer esto con un equipo de pequeño tamaño y peso, que pueda instalarse en altura usando un poste preexistente.
Las posibilidades que se abren ante un gestor de infraestructuras con un equipo así son muchas. Algunos ejemplos: la alimentación de equipos eléctricos de obra sin necesidad de recurrir a contaminantes grupos electrógenos de gasóleo, la iluminación de estaciones o apeaderos o, incluso, la promoción de la sinergia entre el ferrocarril y medios de transporte de nueva generación como las bicicletas o los patinetes eléctricos, por medio de la alimentación y control de una estación de carga.
El ferrocarril y la electricidad forman un dúo prácticamente inseparable desde que el primer tren experimental de pasajeros electrificado circuló en Berlín, Alemania, en 1879. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero el ritmo de la innovación y la mejora conjunta no parece detenerse. El tren eléctrico sigue llevándonos raudo hacia el futuro.