Quizás hubiese sido más acertado titular esta crónica sobre la última película de Francis Ford Coppola siendo menos generoso, algo así como 'Destellos extraviados' o 'Algún destello entre tanto extravío'. Porque lo cierto es que la opción finalmente elegida transmite una idea de empate entre méritos y defectos que no hace honor a la verdad. Megalópolis es el fruto de una obsesión errática que derrama sus impostados excesos formales y narrativos sobre la pantalla con grotesca vacuidad.
Lo que ocurre es que estamos hablando de uno de los grandes, de uno de los pocos realizadores vivos que cuentan entre su filmografía con varios filmes imperecederos y sin los cuales sería imposible entender la historia del cine. Este tipo que luce una vejez oronda y saludable es el autor de incontestables obras maestras como El Padrino (1972), El Padrino II (1974), La conversación (1974) Apocalypse Now (1979) o La ley de la calle (1983). Pero además ha firmado unas cuantas películas que aunque no lleguen a la excelsa categoría de las antes mencionadas pueden presumir sin rubor de merodear muy cerca: Corazonada (1982), Rebeldes (1983), Cotton Club (1984), Peggy Sue se casó (1986), El Padrino III (1990) o Drácula de Bram Stoker (1992). Es el maestro Coppola, y el simple hecho de que su nombre esté detrás de un proyecto es un motivo lo suficientemente sólido como para, no sólo espantar cualquier oscuro presagio, sino también para imbuir a este espectador de una anhelante excitación por descubrir los nuevos y brillantes trazos de un genio.
Pero luego todo se desvanece y nunca aparece el chico de la moto para decirnos que “si diriges a la gente, debes tener a dónde ir”. Después de un breve y vigoroso comienzo empiezan a llegar los extravíos, las estridencias, la confusión, los personajes paródicos y ridículamente atormentados, el enfático esbozo de un relato hueco. Nada de lo que sucede nos duele, conmueve o emociona. Porque las deslavazadas tramas que surgen caprichosamente a lo largo del filme transpiran ese inconfundible y artificial tufillo que desprende el engaño y que es exactamente lo contrario de la autenticidad. Megalópolis es una obra tan delirante como pretenciosa, tan pomposa y vacua como una naturaleza muerta, como una orquesta sinfónica sin violines, como una flor de plástico. Es una película sin alma, como el dolor que lloran unas lágrimas de cocodrilo o la alegría de un alcohólico cuando bebe su primer trago del día.