El tren ante la emergencia climática

Tren S112 en la estación de León y Svante Arrhenius. Foto: Iván Rivera y Wikimedia Commons.

Iván Rivera

En 1896, el ya por entonces famoso químico sueco Svante Arrhenius fue consciente por primera vez de que el incremento en la proporción de dióxido de carbono en la atmósfera, causado por las emisiones de gases propias de la actividad industrial humana, podría aumentar las temperaturas medias del planeta.

Arrhenius, fundador de la fisicoquímica, llegó a este resultado postulando un modelo sencillo de atmósfera y apoyándose en trabajos previos de Fourier, entre otros. Por ello, sus estimaciones acerca de cuánto podría calentarse el clima dado cierto aumento de la proporción de CO₂ no se consideran hoy fiables.

Además, la simplicidad del modelo de Arrhenius le llevó a afirmar que el aumento de las temperaturas sería benigno para la civilización. Evitaríamos futuras glaciaciones y las tierras heladas del norte podrían abrirse para su colonización y explotación agrícola. Hoy sabemos que la realidad es más compleja, con más aspectos negativos que positivos. Pero el hecho elemental, que una atmósfera con mayor proporción de CO₂ es capaz de retener una cantidad mayor de radiación solar —igual que una manta más gruesa retiene más calor en una cama— es algo tan probado como la ley de la gravedad.

Si llevamos una piedra en la mano y la soltamos, caerá. Si liberamos grandes cantidades de CO₂ en una atmósfera como la terrestre, calentada por la radiación solar, la temperatura aumentará. La diferencia fundamental entre una predicción respecto del comportamiento de la piedra y de la atmósfera es que la primera es un sistema sencillo, con un número pequeño de variables. Podemos conocer y calcular de una vez cualquier sistema así. La atmósfera, por el contrario, es uno de los sistemas más complejos de la naturaleza. Sujeta a una dinámica caótica, predecir su comportamiento de forma exacta es una quimera: ni siquiera importa la potencia del ordenador del que dispongamos.

Sin embargo, una mayor capacidad de cálculo sí permite a los climatólogos crear modelos cada vez más detallados, con consecuencias que quizá habrían sorprendido a Arrhenius. Respecto del tiempo atmosférico a corto plazo, las predicciones ya son muy fiables a una semana vista, y se ofrecen aproximaciones decentes en el entorno de los quince días. Por su parte, el estudio del clima a largo plazo se ve muy favorecido.

Cada vez se tiene un mayor conocimiento de las condiciones climáticas del pasado gracias al desarrollo de la paleoclimatología. Esta rama de la ciencia utiliza diferentes fuentes de información para inferir temperaturas, niveles del mar y otros parámetros climáticos de hace siglos, milenios o incluso millones de años. Los modelos de ordenador pueden alimentarse con los datos obtenidos, lo que permite incluso hacer «climatología experimental». El objetivo: que los modelos «predigan» cambios que ya han sucedido para valorar su capacidad de vaticinar tiempos futuros.

Los hechos son estos: estamos lanzando a la atmósfera cantidades enormes de CO₂. El aumento de la concentración de CO₂ en el aire produce, entre otros efectos dañinos, aumentos a largo plazo de las temperaturas. Sabemos esto con un grado de confianza elevadísimo. Es muy improbable que existan otros factores en el cambio climático que no hayamos tenido en cuenta. Pero aun si existieran, todo indica que nos tendremos que enfrentar en un futuro inmediato a un empeoramiento generalizado de las condiciones climáticas en la mayoría de los ecosistemas del planeta.

La emergencia climática tendrá impactos en todos los aspectos de nuestras vidas, y muy especialmente en las formas en las que nos transportamos. Veremos en los próximos años transformaciones, desplazamientos de uso de unos modos a otros y, en algunos casos, disminuciones de actividad que tendrán repercusiones directas sobre la actividad económica.

Empieza a hablarse de una reducción en el uso del transporte aéreo, el único de los modos de transporte que no puede ser electrificado (eliminando así sus emisiones directas) con la tecnología actual. Los demás modos de transporte —naval, terrestre y terrestre guiado sobre raíles— sí pueden acometer, con mayor o menor eficiencia, un proceso de transformación hacia un futuro eléctrico.

De los modos de transporte existentes, el que más avanzado se encuentra respecto de su necesaria adaptación a una economía de bajas emisiones es el terrestre guiado, más conocido como ferroviario. El tren no requiere cuantiosas inversiones ni inciertos desarrollos de tecnología punta para acomodarse al futuro que nos ha tocado vivir. Basta avanzar en su total electrificación.

Un 67% de las líneas españolas están ya electrificadas. Las tres cuartas partes de todo el tráfico ferroviario, tanto de mercancías como de pasajeros, se realiza con tracción eléctrica. Se estima que, sin realizar ningún cambio en la estructura de la generación eléctrica de base, la electrificación de un ferrocarril reduce las emisiones de gases de efecto invernadero en un 59%, gracias a la mayor eficiencia de la maquinaria eléctrica frente a la impulsada por la combustión de diésel. Apostar por el ferrocarril es trabajar por un cambio necesario en nuestra economía.

¿Qué hacer? Hay tres líneas claras en las que trabajar. En primer lugar, finalizar la electrificación de la red ferroviaria. En segundo, avanzar en la evolución de la generación eléctrica de base, eliminando centrales de carbón y gas en favor de sistemas basados en energías renovables y de muy bajas emisiones. Finalmente, fomentar la migración modal, es decir, migrar al ferrocarril todo el tráfico posible desde otros modos donde la electrificación suponga un reto mayor en tecnología o en costes.

Un país como el nuestro, con una infraestructura moderna de comunicaciones ferroviarias de alta velocidad, no se puede permitir seguir sosteniendo un transporte aéreo de pasajeros de corta distancia: el reto para los próximos años deberá ser traspasar al tren de alta velocidad tantos pasajeros de avión en vuelos peninsulares como sea posible. Sin embargo, las actuaciones clave vendrán del lado del transporte por carretera. La cuarta parte del total de emisiones de gases en España está originada en el sector del transporte. De esa porción, un 95% es imputable al tráfico rodado por carretera.

Si seguimos ahondando en los datos, comprobaremos como más del 35% de estas emisiones son debidas al tránsito de mercancías. La parte restante se debe al movimiento de turismos. Una política firme de apoyo al transporte público será fundamental para conseguir la reducción de emisiones. Dos medidas más se prefiguran como fundamentales en los próximos años: la introducción decidida de «electrolineras», quizá asociadas a las estaciones de tren, y el fomento de la sustitución de vehículos de combustión interna por eléctricos.

Las mercancías por carretera se enfrentan a una transformación aún mayor. Los transportes pesados por carretera son difícilmente electrificables, ya que el peso necesario de las baterías crece muy rápidamente con el tamaño del vehículo, haciendo que los camiones sean muy ineficientes de adaptar a la propulsión eléctrica.

Un ejemplo de posible solución está siendo puesto a prueba en Alemania. Tramos de autopista equipados con dobles catenarias —un hilo de contacto para tomar la energía, y el otro para cerrar el circuito— proporcionan energía eléctrica a camiones equipados con dos pantógrafos. La solución es técnicamente compleja y requiere considerables adaptaciones a la flota actual de vehículos pesados de carretera, por lo que, en caso de tener éxito, el progreso será lento.

Pero a veces las soluciones no tienen por qué ser tecnológicas, sino políticas. La posibilidad más frecuentemente discutida, imponer peajes en la carretera para fomentar el desplazamiento de los tráficos de mercancías de larga distancia al ferrocarril, sería técnicamente mucho más sencilla. Sin embargo, es seguro que tendrá costes sociales muy graves, como ha ejemplificado recientemente Francia durante la «crisis de los chalecos amarillos».

En cualquier caso, está claro que el tren en cualquiera de sus formas es el transporte del futuro en un mundo cada vez más afectado por las consecuencias del cambio climático. Como tal debe ser reconocido y apoyado desde las administraciones, desde el nivel local hasta el europeo.

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